El aumento de la criminalidad no solo afecta el crecimiento económico y el desarrollo social de América Latina y el Caribe, sino la confianza de sus ciudadanos en la democracia. ¿Qué hacer? La apuesta debe ser por una respuesta integral.
21 de abril de 2025
El personaje de esta historia no es real, pero bien podría serlo. Lo llamaremos ‘Mateo Rodríguez’. ‘Mateo’ tendría, digamos, 18 años. Sería todavía un adolescente, pero también un adulto. Un ciudadano que, por ley, podría votar, y también iría a una cárcel de serle comprobado un delito en cualquiera de los 33 países que componen la región de Latinoamérica y el Caribe (LAC).
Si este ‘Mateo’ existiera, las probabilidades de que tuviera una vida turbulenta y peligrosa donde nació y creció serían altas. Las estadísticas revelan que 160 millones de personas latinoamericanas y caribeñas, casi un cuarto de la población total, son jóvenes. Las mismas cifras concluyen que más o menos la mitad de ellos no termina sus estudios escolares. Y que muchos están considerando dejar pronto su lugar de nacimiento para buscar fortuna en Estados Unidos, España u otro país desarrollado. Y que piensan que lo mejor para su país –no tan desarrollado– sería la llegada de un régimen de ‘mano dura’, porque, como más del 40% de los habitantes de LAC, ya habrían perdido la fe en la democracia.
Un dato más: los jóvenes de la región, como ‘Mateo Rodríguez’, tienen cuatro veces más chances de morir asesinados que si vivieran en otro territorio del mundo. Uno de cada tres asesinatos ocurre en LAC, aunque alberga menos de un 10% de la población del planeta.
Pero eso no es todo: World Population Review, una organización independiente que monitorea, analiza y hace proyecciones sobre temas poblacionales, publicó recientemente una lista con las 50 ciudades más violentas del mundo que están concentradas en solo 11 países, de los cuales nueve pertenecen a LAC: Brasil, Colombia, El Salvador, Guatemala, Honduras, Jamaica, México, Puerto Rico y Venezuela.
“Sin seguridad no es posible el desarrollo y, sin desarrollo, la seguridad no es posible”, dijo Sergio Díaz Granados, presidente ejecutivo de CAF –banco de desarrollo de América Latina y el Caribe–, en su última conferencia anual, realizada en la ciudad de Washington. “Tenemos que ejercer nuestra responsabilidad colectiva para tomar acciones decisivas contra los desafíos que amenazan la seguridad”, agregó.
Según Díaz Granados, la inseguridad ciudadana es uno de los “lastres históricos” más preocupantes para la región. Y las causas de esta inseguridad cambian muy poco de país en país: la pobreza, el desempleo, el fácil acceso a las armas blancas y de fuego, el microtráfico y el narcotráfico, la desigualdad…
Sí, la desigualdad, porque la región es también la zona más desigual del mundo. El RED de CAF “Desigualdades heredadas” (2022) destaca que en LAC el 50% más pobre de la población se lleva el 10% de los ingresos, mientras el 10% más rico recibe el 55%. En términos de riqueza, la concentración es mucho mayor: el 10% más rico acumula el 77% de la riqueza y el 50% más pobre solo el 1%.
Además, el crimen no solo se ha organizado, sino que se ha sofisticado y no se queda en el límite de sus negocios. Incluso, en ciertas zonas de algunos países, las bandas y organizaciones delictivas han reemplazado en sus funciones a los Estados, que tienen que invertir cada vez más en seguridad, mientras ven reducir sus oportunidades de crecimiento económico por causa de los criminales. De acuerdo con un estudio del Fondo Monetario Internacional del 2023, reducir el nivel de delincuencia en América Latina al nivel del promedio mundial incrementaría el crecimiento económico anual de la región en 0,5 puntos porcentuales.
La democracia pierde
Otra damnificada del crecimiento de la criminalidad es la democracia. Diferentes estudios muestran que solo tres de cada cinco adultos de la región creen que es, todavía, la mejor forma de gobierno. Además, solo dos de esos mismos cinco individuos están conformes con los resultados que ha traído para ellos la democracia, sobre todo porque consideran que no les ha mejorado la vida: no les ha ayudado a cubrir, ni siquiera, sus necesidades más básicas, como la alimentación o la seguridad.
A Rebecca Bill Chávez, presidenta de El Diálogo Interamericano (DIA), centro de pensamiento basado en Washington que promueve la prosperidad, la inclusión social y el desarrollo sostenible en las Américas, no le parece raro que la confianza en el sistema democrático no esté pasando sus mejores días: “No debería sorprendernos que la gente pierda la fe en la democracia, pues no pueden enviar a sus hijos a la escuela de forma segura”.
“Las amenazas a la seguridad trascienden las fronteras nacionales. El narcotráfico y el crimen organizado corrompen instituciones, generan migración y desestabilizan las economías. Los ciudadanos no perciben los beneficios tangibles de la democracia”, admitió el presidente dominicano, Luis Abinader, en la inauguración de la más reciente Conferencia Anual de CAF, en Washington.
Varias organizaciones internacionales coinciden en que la violencia y el crimen aportan buena parte de la culpa en este fenómeno de desconfianza. Y coinciden, también, en que mientras suba el escepticismo hacia la democracia, el entusiasmo con los gobiernos que traten con dureza a los delincuentes y violentos será mayor. Una encuesta de Latinobarómetro estimó que la confianza en un sistema autoritario ha subido del 12% al 17% en los últimos años, mientras la confianza en la democracia ha bajado del 56% al 48%.
La luz al final del túnel
Para algunos expertos, la manera más fácil de entender el crimen es verlo como una enfermedad contagiosa: un virus con potencial de convertirse en epidemia si no es controlado a tiempo. “Los virus se diseminan primero entre los más vulnerables (faltos de defensas), y luego afectan a los no tan vulnerables. El virus después muta, toma nuevas formas y se asienta de manera estratégica en subgrupos de población que comparten un promedio alto de factores de riesgo”, dice un informe de CAF al respecto.
Este enfoque indica que no solo es clave atajar la propagación del delito o de la enfermedad, sino también garantizar un entorno limpio y seguro para que no haya riesgos de una epidemia de salud o de violencia. Curar, pero también prevenir.
La respuesta integral a la criminalidad, dada su complejidad, no es planteamiento nuevo. En las conclusiones del RED “Por una América Latina más segura”, publicado hace más de 10 años, se dijo: “El diseño y la implementación efectiva de políticas (contra el crimen) requieren en primer lugar de un diagnóstico sobre los determinantes de este fenómeno que vaya más allá de la retórica simplista, en la que el crimen es consecuencia solo de las carencias sociales o, alternativamente, de la falta de un régimen de control y punitivo más estricto”.
Diferentes investigaciones de diferentes organizaciones también han concluido que las estrategias de control policial estricto para imponer el orden no necesariamente han derivado en una reducción del crimen y la violencia. En cambio, las que, además de una aplicación estricta de las leyes, combinan el trabajo directo con las comunidades y el servicio social sí han mostrado mejorías significativas en cuanto a la seguridad.
Estas tácticas, más enfocadas en darle prioridad a la “construcción social” más que a la “represión social”, son conocidas como “estrategias de disuasión focalizada”. Existen más de 50 estudios –realizados en las últimas tres décadas y en varias partes del mundo– que apoyan la teoría de que son efectivas en la reducción de la delincuencia, sobre todo cuando se utilizan en lugares con presencia de pandillas o bandas organizadas.
Pero, claro, los expertos también coinciden en que, muchas veces, es más fácil y más rápido llenar una cuadra problemática de policías bien armados que atacar los problemas sociales, pese a que la evidencia sugiere que las inversiones más rentables son aquellas que se focalizan en la primera infancia y enfatizan el papel clave de la familia para tener nutrición adecuada, estilos de crianza protectores y un ambiente libre de violencia doméstica, entre otros beneficios.
Esa misma evidencia también señala que nunca es tarde para usar las estrategias de “disuasión focalizada” ante el crimen, pues ayudan a su disminución, incluso cuando los grupos impactados están compuestos por mayores de edad. Volviendo a las metáforas y a los virus: los entornos físicos, sociales y hogareños seguros también se pueden convertir en epidemia y esparcirse para bien de toda la comunidad.
Para bien de ‘Mateo Rodríguez’, el joven ficticio del principio de este artículo. Si cambian los enfoques de una seguridad represiva a una seguridad más integral, con un componente social fuerte, seguramente para él –y para sus hijos y sus nietos– podría haber luz al final del túnel. De pronto podrían terminar la escuela; y tal vez no tendrían la necesidad de migrar a ningún otro rincón del mundo; y quizás creerían más en la democracia; y seguramente, incluso, morirían de viejos, sin miedo a ser asesinados, en una región ya no tan insegura ni tan violenta.