
Pablo López
Especialista de desarrollo urbano, CAF - banco de desarrollo de América Latina y el Caribe -

América Latina y el Caribe arrastran una pesada herencia, la de ser una de las regiones más desiguales del planeta. La distancia entre ricos y pobres no solo se refleja en los ingresos o en la concentración de la riqueza, sino también en dimensiones profundas, como la educación, la salud, el empleo y, de manera muy marcada, en la vivienda.
La vivienda —entendida no solo como un techo, sino también como el lugar donde nos desarrollamos como personas— se ha convertido en uno de los principales canales de transmisión de la desigualdad entre generaciones. Así lo advirtió en su momento el Reporte de Economía y Desarrollo (RED 2022), publicado por CAF, y lo confirman análisis previos como el RED 2016, que destacó la influencia del entorno físico y social en la formación de habilidades para el trabajo y la vida.
Este artículo explora, a partir de los hallazgos de estos dos reportes, cómo la vivienda puede reforzar las brechas sociales o, si se gestiona bien, convertirse en un trampolín hacia la movilidad social.
La desigualdad que se hereda
En América Latina, las condiciones del hogar de origen tienen un peso decisivo en las oportunidades de vida. Una de las formas de medir este fenómeno es a través de la elasticidad intergeneracional de ingresos, que estima hasta qué punto los ingresos de los hijos están ligados a los de sus padres. Los estudios muestran que, en la región, esa asociación es muy alta, casi el doble de la que se observa en países desarrollados. En términos simples, significa que nacer en un hogar pobre hace mucho más difícil escapar de esa condición en comparación con otras partes del mundo. Para tener una referencia, en países nórdicos los indicadores de movilidad intergeneracional reflejan que los ingresos de los hijos están poco determinados por los de sus padres, lo que abre mayores posibilidades de ascenso social. En contraste, en América Latina la movilidad es tan limitada que la probabilidad de que un hijo de padres con bajos ingresos y bajo nivel educativo logre llegar al cuartil socioeconómico superior es inferior al 15%.
En otras palabras, la región enfrenta un círculo persistente en el que la pobreza y la riqueza se transmiten de generación en generación. Y si ese hogar, además, reside en una vivienda inadecuada o mal localizada, las desventajas iniciales se acentúan a través de diferentes canales.
Tres mecanismos alrededor de la vivienda que perpetúan la desigualdad
Diversos estudios destacan que la vivienda influye a través de tres grandes mecanismos: las características de la vivienda (materiales de construcción, cantidad y tamaño de las habitaciones en relación a la cantidad de personas, la seguridad estructural de la vivienda, entre otros); la localización (si la vivienda está en zona urbana o rural, su proximidad a centros educativos, culturales, de salud y empleo, así como si accede a transporte público y redes de servicios como agua potable, saneamiento, electricidad y conectividad digital); y el entorno que la rodea (la calidad tanto física, como social y ambiental del entorno, los cuales incluyen aspectos como los niveles de seguridad, el capital social, las redes de contacto y exposición a contaminantes, entre otros).
Cada uno de estos factores no solo afecta la calidad de vida inmediata, sino también las posibilidades de que los hijos accedan a mejores oportunidades que sus padres. Las consecuencias pueden observarse en múltiples dimensiones si no se invierte de manera oportuna en viviendas y entornos adecuados. Estas son algunas de ellas:
Vivienda y capital humano
La calidad de la vivienda y su entorno en el que crecemos influyen en nuestra salud, en nuestra capacidad de aprendizaje y hasta en nuestras aspiraciones.
El RED 2016 documentó que en ciudades como Bogotá y en Ecuador la exposición de los niños a entornos contaminados aumenta la incidencia de enfermedades en menores de cinco años, lo que a su vez se refleja en peores desempeños cognitivos y socioemocionales. Años después, el RED 2022 corroboró que la calidad del barrio, la cercanía a escuelas y el acceso a espacios verdes tienen efectos duraderos sobre el desarrollo cognitivo y socioemocional. Los datos son contundentes sobre la incidencia de los lugares donde las familias viven: el municipio de residencia explica cerca del 25% de la desigualdad educativa en la región.
Un niño que crece en una vivienda precaria, sin baño propio o con cinco personas compartiendo un cuarto, enfrenta desventajas que se acumulan a lo largo de su vida. La falta de servicios básicos como agua potable y saneamiento está asociada con mayores tasas de enfermedades respiratorias e intestinales en la infancia, lo que afecta el desarrollo físico y cognitivo. También hay evidencias de que el hacinamiento y la ausencia de espacios adecuados para estudiar reducen el rendimiento escolar y limitan la adquisición de habilidades socioemocionales.
Dentro de las ciudades, cuando la segregación espacial escolar por nivel socioeconómico es muy fuerte, limita la mezcla social y restringe el acceso de los más pobres a redes de contacto valiosas. En cifras concretas, los niños que viven en zonas urbanas pobres obtienen en promedio 70 puntos menos en pruebas internacionales como PISA en comparación con sus pares de sectores más favorecidos. Esa diferencia equivale a casi dos años de aprendizaje perdidos o, visto de otra manera, a casi dos años de rezago en el aprendizaje entre estudiantes de barrios pobres con respecto a los de barrios ricos.
Vivienda y empleo
En muchas ciudades de la región, las oportunidades laborales de calidad se concentran en sectores geográficos específicos, generalmente zonas centrales que obligan a largos desplazamientos diarios a quienes viven en la periferia por razones económicas. En las metrópolis de la región, muchos trabajadores, formales e informales, consumen más de tres horas al día para desplazarse de sus hogares al trabajo.
Adicionalmente, la falta de conectividad digital también limita el acceso al teletrabajo y a nuevas formas de empleo. El RED 2016 ya advertía que las barreras físicas y tecnológicas del hábitat urbano reducen la productividad y dificultan la inserción laboral de los jóvenes.
Vivienda y riqueza
La vivienda es, además, el principal activo de los hogares en América Latina. En promedio, más del 50% del patrimonio de las familias de la región está concentrado en este bien. Sin embargo, la manera en que se accede a la vivienda está lejos de ser equitativa. En países con baja penetración de crédito hipotecario, las herencias son la vía predominante de transmisión patrimonial, lo que consolida este patrón en el que las familias ricas heredan viviendas de mayor calidad y mejor localización que las familias pobres, reforzando estas brechas en el tiempo.
Sin embargo, la probabilidad de heredar un inmueble es desigual entre estratos socioeconómicos debido a condiciones estructurales de partida. En general, la tasa de propiedad supera el 60% en la región, pero mientras que en los quintiles más altos se acerca al 80%, en los más pobres no supera el 50%. Esto genera un círculo vicioso: quienes no logran acceder a vivienda adecuada tienen menos activos para transferir a sus hijos, perpetuando la desigualdad.
En este contexto, surge un dato revelador: uno de cada tres latinoamericanos vive en la misma casa que sus padres, lo que significa que hereda no solo la vivienda, sino también las desventajas espaciales y socioeconómicas que en ella subyacen.
Implicaciones para la política pública
La evidencia es contundente y muestra que la vivienda adecuada debe entenderse no solo como una solución habitacional, sino también como una política capaz de fortalecer el capital humano, ampliar las oportunidades de acceso a empleos de calidad y favorecer la acumulación patrimonial, tres mecanismos clave para garantizar la movilidad social. En materia de formulación de políticas, esto implica, entre otros aspectos: integrar políticas urbanas y sociales, asegurando que las viviendas estén conectadas con buenas escuelas y hospitales y empleos de calidad; promover el acceso al crédito hipotecario y a la formalización de la tenencia, especialmente para los estratos más bajos, para que la vivienda sea un activo patrimonial y no una vulnerabilidad; diseñar programas con enfoque diferencial, que atiendan las brechas por etnia, género y territorio; invertir en urbanismo saludable, con estándares mínimos de habitabilidad y resiliencia frente a desastres naturales.
La vivienda, tantas veces reducida a ladrillos y cemento, puede ser un espejo de las desigualdades más profundas de nuestra región. Puede determinar quién accede a una buena escuela, quién consigue un empleo de calidad y quién logra acumular patrimonio para transmitir a sus hijos.
Si se quiere romper el ciclo de desigualdad heredada en América Latina, la política de vivienda debe ocupar un lugar central en la agenda de desarrollo. Porque, como muestran los datos, la dirección de nuestras vidas muchas veces empieza en la dirección de nuestra casa.